El vendedor de churros

Por Redacción El Pueblo Mar 21, 2024

Licda. Evelyn Cortez

Licenciada en Mercadotecnia

Parece mentira, pero el país está viviendo una serie de transformaciones sociales que revelan el lado más oculto del imaginario de las personas que han sufrido tanto, ese lado en el que el país se siente como un tronco frondoso que empieza a retoñar, a las 5 de la tarde, y que es abonado con la leche tibia que brota de los deseos inconfesos por construir un mejor El Salvador, un país inolvidable a imagen y semejanza de nuestras ilusiones más placenteras porque, por fin, se siente que vivimos en paz, y eso da tiempo a que pensemos en lo que somos para las otras personas, aunque no vivamos con ellas o sean como fantasmas en nuestras vidas.

Pensando en esto, no puedo evitar recordar los buenos momentos que viví en medio del peligro aterrador que había en las calles, sobre todo cuando salía de estudiar de la universidad. Lo primero que vino a mi mente fue el recuerdo de aquel viejo de la esquina de la universidad que sacaba su venta de churros, pan y café, y esa ventecita representaba el contenido diario de placer que sus productos provocaban; aquel viejo del que, en secreto, yo sumé la fuerza de su gran corazón con las fuerzas del mío, que palpitaba por estar dentro de la realidad nacional; aquel viejo que hoy recuerdo como una imagen borrosa, y que era el encargado de bombear su propia sangre de ilusiones otoñales, con el oxígeno masificado en sus churros deliciosos que siempre estaban listos para que su dulzura corriera por mis venas y mis labios y hacerlos palpitar día a día.

Aquel viejo fue, en mi pensamiento, la metáfora del luchador social, porque no lo detenía el peligro para llegar a vender sus churros, su pan recién horneado y su cafecito caliente que nos calentaba con su vapor y sus historias no contadas sobre la vida. Aquel viejo que parece que el tiempo no ha tocado, era quien juraba no temerle a lo que pasará mañana, y yo lo veía como el Amate que, incondicional, espera bajo su sombra a los que van a la plaza del pueblo a soñar con un futuro fascinante, hoy que los criminales están tras las rejas y nosotros no tenemos rejas en nuestras casas para escondernos del mal.

Aquel viejo, de ojos pequeños y mirada grande, yo lo miraba como un perro fiel a su amo, un perro que, aunque vengan mil tormentas copiosas, no se separa de su lado. Así es el ir y venir de todo aquel que guarda la esperanza de revivir con tan sólo una sensación de júbilo al depositar su voto, en una amplia urna de pequeña abertura, sabiendo que por dentro los designios que prometen, cumplen los prodigios del que espera un manantial de leche y miel resbalando por su boca; que espera un torrente de agua que corra por su frente, provocada por el movimiento positivo y penetrante del país que representa la potencia y vitalidad de mis ilusiones de formación profesional, las que se volvieron realidad en medio del sabor de los churros del viejo que llegaba todas las tardes, y que yo me comía en secreto, como si fuera un pecado o una picardía disfrutarlos, o quizá porque no quería reconocer que sólo yo lo veía, ya que era producto de mi imaginación en busca de un aliciente para continuar creciendo en las cátedras que recibía.

El recuerdo de esas cátedras es fuerte, y ponían a prueba el aprendizaje de aquella joven de entonces, y que pensaba que su vida era una aventura en busca de personajes reales e irreales. Y ahí estaba, sucumbiendo ante mi realidad nacional, ante un acertijo sin resolver, y sin saber que seis años más tarde podría llenar la galería de mi celular con miles de fotos, de todos los ángulos, que representarían la lucha dura y desafiante de llegar hasta ahí. Era abril cuando llegó el momento de comerme al mundo sin dietas y sin ejercicios que prometan un cuerpo escultural. A partir de hoy no tendrás el camino fácil, me dije, pero era mentira, porque no tenía la vida resuelta. Sé cómo el viejo que vende churros, pensé, porque ese viejo nunca perdió la esperanza de que un día respiraría paz por las calles de su barrio, donde cogería amor hasta por baches y el placer ansioso de caer en ellos. Si hoy fuera ayer, esas arrugas de su frente serían como surcos para plantar, en ángulo recto, una decena de Amates que, dentro de unos años, serán la sombra del recuerdo que un día me invadirá. Otra vez, muchas veces.

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