Semana Santa, paradoja perfecta

Por El Pueblo Redacción Mar 18, 2024

René Martínez Pineda

Sociólogo y Escritor -UES-ULS

@ReneMartinezPi1

Conmemorar la muerte para celebrar la vida, eso pregona la cuaresma. El sueño de uno, como pesadilla de la otra, ese es el código de los tres clavos en la frente de la cigarra que se oculta en el prohibido y fascinante laberinto del Portal La Dalia. Aunque ya no es aquella época pintoresca de hace medio siglo –misteriosa a fuerza de profetas y proxenetas bautizados- en la que el Viernes Santo no podíamos comer carne, fornicar como disolutos, decir “malas palabras”, ni desear a la mujer del prójimo -aunque no había viceversa-, la Semana Santa aún funciona como fetiche, porque hay un lazo entre el ritual impuesto por la iglesia, y las demandas de buenas nuevas de los sujetos que, como el Moisés que se quedó vestido y alborotado a la orilla del río, se abren paso entre el incienso perdonador de todos los pecados, por igual: los del usurero y los del ladrón de migajas; los del político corrupto y los del maestro que convierte en luciérnagas a sus estudiantes; los del genocida y los del que mató por defender a sus hijos; los del demagogo que promete un maná de sopa de patas, y los del alquimista que hace pan dulce con la harina del hambre; los del victimario impune y los de la víctima que espera, en una esquina sospechosa, la llegada de la justicia social.

Así, los símbolos convertidos en sagrados en la liturgia, son como el agua bendita que calma la sed maldita, sin haberla bebido. Hay que señalar que el rito religioso busca una revolución sin toma del poder, y está hecho para que el imaginario cargue, cual cruz, las parábolas de: la pobreza como divinidad; la violencia como “paraíso terrenal” de quienes viven de ella; y la muerte repetitiva como misterio gozoso que permite al salvadoreño revelar su entorno, sin revelarlo, o revelarlo a través de una tercera persona que cree superior a él, porque le promete -ý él le cree- la eternidad. La comunión del salvadoreño con Jesús, sólo es posible si se da esa transmisión de dolores y glorias -paradoja de Eurídice-, y mira la imagen de la resurrección de la castidad al tercer pujido, y se comparte el ritual vocinglero de las procesiones.

Esa transmisión hace tangible lo intangible, convirtiendo la realidad en imaginario, y el imaginario en realidad. Ese mundo al revés provoca que las metáforas hallen su espacio en la oralidad pedestre a la deidad inmaculada, porque brotan, o se abren de par en par como flor de cerezo, en la lucha con la imagen desnuda, una lucha de extremos que consiste en verlo (a Jesús) y luego asesinarlo cada semana santa. Por eso, las procesiones tienen penitentes descalzas -tienen que ir descalzas para que el embrujo sea eterno- que encarnan la paradoja, perfecta hasta en sus imperfecciones; tienen silencio sepulcral y tienen matracas replicando a la chicharra. Según el creyente, la mirada es recíproca, ya que tanto la imagen, como el que la mira, están juntos más allá de la vida y la muerte, y se reconocen entre sí, porque comparten la misma piel en un cuarto solitario y confidente: la devoción a la pureza.

Ese es el milagro mayor de la iglesia: que la paradoja sea un designio inapelable. No se trata de una mirada sin materia, aunque carece de espacio; no es el morbo el que lleva a las personas a presenciar –año tras año- las torturas, el calvario y el asesinato, a través de unos ritos que, de forma diabólica, resucitaron en la delincuencia que nos sometió treinta años. Si fuera así, bastaría con verlo sólo una vez. Sin embargo, los católicos asisten al ritual como si se tratara de una iniciación que los hace aptos para seguir viviendo. Quieren ver y vitorear a Jesús cargando la cruz, porque quieren que el crucificado sea él, no ellos; quieren verlo demasiado cerca de María Magdalena, porque quieren que el pecador sea él, no ellos. Y cuando la procesión nos rebasa con su ruido estrafalario, Jesús cobra vida en sus sentimientos, y por ello lo siguen por las calles; se adelantan a la otra esquina para verlo pasar de nuevo, y viven su muerte como si fuera la primera vez.

Pero, ¿cuál es la magia en ese mirarse mutuamenteEs vivir el efímero momento de sentirse amigo de la divinidad, ya que, según los creyentes, Jesús les habla y los mira porque los considera sus iguales, tanto así que hasta les lava y besa los pies, y muere en representación de ellos. Todo esto genera un fervor litúrgico acompañado por una sensación de nostalgia que es capaz de sacar de entre los muertos a los seres queridos que partieron, debido a que se es inquilino del paraíso prometido, al menos por una semana, después de la cual todo vuelve a ser lo que es. Por eso: las lágrimas espontáneas que no saben igual que las cotidianas; las matracas que besan al silencio; los susurros que derrumban el templo de la perdición para reconstruirlo como país en tres días; y, para garantizar el milagro, llevan colgado de su cuello a Jesús crucificado.

Esa conjunción, divina y mundana, que se produce entre las personas y la imagen de Jesús, hace que éste deje de ser imagen para convertirse en un ser que resucita sólo para volver a morir, anualmente, por ellos, y a manos de ellos, comiéndose los pecados de los otros, así como los padres se comen los pecados de sus hijos para librarlos de todo mal, en este mundo y el otro, lo cual es un signo irrefutable de que se ha creado una sola identidad entre Jesús, la persona y la sociedad.

Esa identidad –inmaculada trinidad- lleva a afirmar que Jesús es salvadoreño y que el salvadoreño es Jesús, con lo que, sin sentir que cae en una herejía, se siente orgulloso y sabe, en ese momento, quiénes son “nosotros” (los buenos, los salvados, los justos, los bienaventurados) y quiénes son los “otros” (los malos, los Judas, los ladrones, los feos). Así, la cruz simboliza al salvadoreño. La penitencia es cruel en extremo, ya que no se trata sólo de que el condenado sepa que va a morir y que muera de un solo, sino de que sienta que está muriendo lentamente, muy lentamente, esa es la perversa clave de la tortura. Siendo así, en la procesión del Santo Entierro el salvadoreño carga a Jesús en su último viaje y, en el imaginario, Jesús carga al salvadoreño en su primer viaje a la utopía, porque él es una promesa paradójica.

Envueltos en la paradoja litúrgica idéntica al mito de Eurídice, los sábados de gloria que catamos, de rodillas, el denso vino blanco bebido del propio cáliz, y nos comimos la oculta hostia negra, generan la cantidad suficiente de recuerdos que nos permiten alimentar muchos años de resurrección placentera, esa resurrección que es capaz de reinventar el país a nuestra imagen y semejanza… pero sin la pesada cruz, con Barrabás en la cárcel y con los asesinos y corruptos expulsados, a vergazos, del templo-país.

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