René Martínez Pineda

Sociólogo y Escritor (UES-ULS)

Para muchos de los que, por salud mental, se meten en el dédalo de la escritura, la existencia de Dios se convierte en una encrucijada, sobre todo en navidad. Fue mi abuela quien me llevó de la mano por esa inenarrable y dulce encrucijada teológica, y me enseñó, con relatos fascinantes adobados con el humo de un candil, que la única religión válida es la de la conciencia social. Un día que se puso leve y filosófica recordando al abuelo, me aseguró que Dios sólo había bajado cinco veces a la tierra: cuando echó a patadas al General Martínez; cuando detuvo las paredes de la casa, en el terremoto del 3 de mayo de 1965; cuando bajó a la colonia Luz a regalarle una pelota de fútbol al “Mágico González; cuando pitó el final del partido que le ganamos a México en la hexagonal clasificatoria al mundial de España 82; y cuando me libró a mí de la masacre del 30 de julio de 1975. Esas eran, para ella, las únicas pruebas irrefutables de la existencia de un ser supremo. En otras palabras, puedo afirmar que por ella soy un creyente que no cree, o un ateo por la voluntad de Dios.

Debo confesar que raras veces pienso en Dios, porque no sé cómo pensarlo o imaginarlo, y esa es una paradoja en sí misma, igualita a la que se inventó H. G. Wells. Sin embargo, tengo un denso trasfondo religioso que hierve en las esquinas sospechosas en las que se vende atol shuco; tengo un ansia de religión liberadora como si fuera pan recién horneado; tengo un ansia de divinidad cuidando mis pasos y mis pesos. Los momentos más duros de la vida son los que me dictan una definición irrefutable de Dios; me muestran una imagen de él como una persona ordinaria que hace cosas extraordinarias; me dan una idea feroz de Dios que no riñe con la ciencia ni con la cultura del diablo que me embosca a cada rato. Sí, son raras las veces en que pienso en Dios simplemente porque, de mundano que soy, el problema me rebasa el cuerpo de forma tan unánime que me provoca un infarto intelectual; o un pavor totalitario que me recorre de pies a cabeza; o una fuga masiva de mi lucidez y de las razones culturales que me hacen consagrarme a los pies del dios-pueblo cuando reclama el turno del ofendido.

Dios está en todas partes, sigue diciendo el cura infiel mientras oculta, bajo la sotana de lo robado, su mundana lujuria; y lo dice porque no conoce los barrios pobres donde el poder era tan desigual y perverso, en el grial de los criminales, que cada minuto era una gota de sangre. Dios es la fuente de todo y de todos, dice el pastor que obliga a las feligreses a taparse la cabeza mientras él se destapa lo suyo; Dios es lo que mantiene en orden la “democracia perfecta”, dice el diputado que anda huyendo y lo repite su colega que cree en una milagrosa reelección. Puedo comprender sin mayor dificultad neuronal esas nociones, pero ninguna de ellas es mía o se identifica con mi historia plagada de desaprendizajes en las comunidades que, hace cuatro años, eran la capital de la muerte.

Más allá de lo divino y lo profano del imaginario, ando en busca de un Dios cachimbón al cual seguir con los ojos cerrados y el pecho descalzo. Yo necesito y demando un Dios que platique con los pobres de tú a tú; que convierta el agua en leche tibia en la mesa de los niños; un Dios que haga posible el maná siete días a la semana en la casa de los pobres; un Dios que nos responda cuando (agobiados por los rabiosos ladridos de las boletas de empeño y el sabor de la sopa de patas arruinada) le hagamos preguntas incómodas sobre eso de que “al que tiene se le dará y tendrá más”, o cuando le preguntemos sobre dónde está el paraíso terrenal de la selección de fútbol.

Pero, si Dios es omnipresente y todopoderoso; si es la coherencia que le da coherencia a lo incoherente; si es la energía de la energía que mantiene caminando al Universo; si es más infinito que el dolor de los pobres: ¿qué putas le puedo interesar yo que soy apenas un renglón torcido de la historia de las víctimas que todavía buscan a sus victimarios?

No me importa ser un renglón torcido si eso me hace libre para reinventar el país. Lo que sí me importa es que ese Dios esté al alcance de los rezos de mi pueblo que, tumultuosos, chocan en los muros del palacio donde los corruptos eruditos quieren seguir lucrándose de él mientras se rascan los huevos, los unos a los otros. La verdad, no hay nada más que explicar porque, aunque soy un creyente que no cree, puedo sentir la dulce nostalgia de abrazar a quienes amo, y eso es como abrazar, tocar, oler y sentir con el corazón a cualquier Dios; es como involucrar a cualquier Dios en la cotidianidad de las ausencias y presencias; es como contar en secreto la hazaña de sobrevivir en dónde no se podía sobrevivir. Y entonces, me parece que estoy hablando de la nostalgia como sociología de los desesperados que, frente a la Iglesia El Calvario sin calle de la amargura, esperan que Dios exista en sus casas como un ser imperfecto al igual que ellos que, de románticos que son, sueñan con que su Dios haga el milagro de que sea Navidad todos los días, para que la alegría y solidaridad sean una doctrina rutinaria que construye un nuevo país sin usar los pecados del ayer.

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