Tortura masiva

Por El Pueblo Redacción Jun10,2024

René Martínez Pineda (@ReneMartinezPi1)

Sociólogo y Escritor (UES-ULS)

Torturaron, con aceite hirviendo, la estatua que se parece a nosotros, los del pueblo, porque no reveló dónde se esconde la utopía; embargaron, con alevosía, la imprenta que paría libros sublimes que hablaban de mañana como si fuera hoy; desollaron vivo, y le arrancaron las uñas, al garrobo que repartía su caldo en la acera del indigente; le sacaron los ojos al pescado envuelto en huevo que sonreía en la mesa de los pobres, para que el rito se hiciera mito; echaron del país a la señora que hacía la prueba del puro en las gradas de febrero; dejaron pudrirse el Código Penal, para que no sentenciara a los victimarios de la flor de izote; le engraparon la boca al maestro que enseñaba la trigonometría de las privatizaciones, la metáfora de la rebelión crónica, y la fotosíntesis de la desigualdad social; le dieron dos puyones y tres jalones de pelo, a la vendedora de arroz teñido que degolló al pastor que, aprovechando la bruma que bajaba de Guazapa en llamas, invitaba al suicidio fornicario a las beatas.

Asesinaron al brujo de Izalco, quien, diez vasos de chicha en el hígado, juró que había visto la cara de un exmagistrado constitucional la noche que hizo pacto con el diablo; expulsaron del gremio, al doctor que diagnosticó un jiote gutural en la parte terminal del recto de un torcido expresidente; le confiscaron la panela a las torrejas del mercado central, para que no siguieran propagando la cultura de las víctimas; le quitaron el cepillo a la escoba de la Norma, para que no barriera la basura debajo de la mesa del neoliberalismo; le cortaron la lengua al amor, para dejar sin trabajo a los pezones prolíficos; le rompieron la pelota al “Mágico”, para que no fuera la alegría del pueblo; repartieron cuchillos, a diestra y siniestra, para cebar los panteones municipales y engordar las agencias de seguridad privada que nacionalizaron el miedo; penalizaron la algarabía sexual del día de la cruz, para que no rompiera las leyes del control social del ladino… y del criollo que se cree peninsular; les confiscaron los caites a los de la cofradía de Panchimalco, para que no salieran a pregonar la roja verdad de la traición más grande de la historia; se hueviaron, a plena luz del salón azul, toda la leche materna, para que no tuviéramos fuerzas para exigir el cese a la represión contra el pueblo realizada por los delincuentes.

Le pasaron la cuma al ejido que presumía mazorcas con granos de oro, tierra bendita, maldecida por la muerte, en la que las ancianas tallaban, con paciencia y artritis, la terquedad del Cipitío; desnudaron en la calle a mil novecientos treinta y dos utopistas, para que no platicaran con los pericos de las cinco de la tarde; con una prestobarba, le rasuraron la gramática al adjetivo que nos califica como salvadoreños; rociaron con veneno al perro flaco al que se le pegaron las pulgas de la memoria; recluyeron en una venta nómada, sin futuro sedentario, al ciclón del desempleo y su ojo de orgasmo electoral; apostaron en la esquina de la cobardía a la jauría de la crítica sin autocrítica; hackearon la cuenta de “X” de Anastasio Aquino y del Che, para borrar las crónicas de la lealtad; minimizaron la elegancia de la desnudez de la panela, la del Lempa sin pesticidas constitucionales, y la de las tetas naturales que hacen recular al otoño; decretaron como patrimonio cultural la falsa virginidad de los magistrados de la Corte de Cuentas.

Engolosinados, rumiaron la plastilina con la que los niños moldeaban sus sueños jugando sin miedo; le dieron choques eléctricos al silabario que enseñaba a leer horizontes; se metieron en el culo el garrote que alejaba ladrones; recluyeron en el psiquiátrico a la muchacha que recitaba 200 poemas de amor y una nación desesperada en las horas extras sin pago extra de la maquila; le cortaron los pelos de la nariz a los hombres que respiraban un país perfumado con el sándalo de la justicia social; le pusieron la capucha al cieguito que vio a los dos monstruos que pintaron el país como una cámara de tortura; declararon “orgullo nacional” al diputado que nos convirtió en el país más peligroso del mundo; le arrancaron los dientes, y le implantaron la agonía, al señor de orejas enormes que coleccionaba libélulas drásticas; le dieron el título de hijo meritísimo al hijo de puta que escribía sus discursos en tetas de plástico y usaba calzoncillos de cachemir, bordados con hilo de oro de 24 quilates para disimular la canela.

A los treinta años de la noche en punto, convirtieron en criminales forzados a los jóvenes que vivían en el hoyo negro de la revolución sin cambios revolucionarios, quienes, por sobrevivir, se convirtieron en seres espantosos; torturaron a Monseñor Romero, para que no profetizara la traición de los que estaban obligados a ser fieles; le robaron las respuestas al Álgebra de Baldor, para que no resolviéramos el trinomio cuadrado perfecto de la corrupción; declararon “non gratas” a las muchachas que no cedieron a la oferta del cirujano plástico de Beverly Hills; torturaron, con lujo de geometría, a las chibolas del ábaco, para que no supieran sumar la decepción y no sirvieran para jugar damas chinas en la plaza Libertad; metieron la lucha de clases en mil novecientos noventa y dos maletines negros, para que la gobernabilidad política valiera más que la metafísica del territorio; trasplantaron la rueda de caballitos de Don Rúa en el parqueo de la Asamblea Legislativa, y se montaron en ella sin pagar.

En la bodega de los dos siglos del país en punto, ocultaron el botín que le robaron a los pobres, y colgaron de los huevos al que estaba filtrando el número de inventario de las almas; le dieron visa de trabajo a la tribu Shuar, para que redujera la cabeza y le agrandara las manos al alcalde de turno que esperaba turno para robar; quemaron en las gradas de Catedral los poemas de Roque, y metieron en la sección de ciencia ficción los libros sobre revoluciones triunfantes; vendieron en el mercado negro la bandera nacional y su gerundio; victimizaron a la víctima… y al victimario, porque lo convirtieron en Caín; como si fueran tarjetas de navidad, le dieron pasaporte diplomático a los ladrones de cuello blanco, rojo, azul y verde; torturaron en el confesionario al cura que absolvió de pecados a los hambrientos de justicia.

Le aplicaron la ley fuga al “primero Dios”, para que no fuéramos bienaventurados en la redención nacional; se robaron entre ellos, pero no tendrán cien años de perdón, porque vamos a torturar a los torturadores con los choques eléctricos de un bonito y serio país, sin arrimados, ni mendigos indocumentados, ni traidores, ni ladrones de oficio.

Antes de su medianoche, torturaron a la tortura, y a los torturadores, porque ya no eran efectivos para someter a los indignados, esos espectros que descubrieron que, en el nuevo almanaque, el siglo XXI inició en 2019, y son testigos de que “Dios tarda, pero no olvida”.

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